jueves, 30 de agosto de 2007

Si Peter Pan viniera

Cuando somos chicos vivimos en el constante desequilibro emocional. Balanceándonos de un extremo a otro, adicionándole a cada acto un sobrepeso imaginario. Vivimos en la desmesura de la infancia, y el desenfreno de la adolescencia donde se magnifica el amor, la amistad, el odio, la tristeza, la esperanza, la desolación, el dolor, la alegría, el llanto. Es todo o nada. Tenemos mejores amigas, amamos para toda la vida, sufrimos para siempre, lloramos como Girondo, odiamos hasta el tuétano.
Nos salimos de los márgenes, para pintar la vida más allá de los contornos. Porque no hay grises, sino arco iris.

Hasta que los años nos encajan en injustas medidas.
Y entonces evaluamos, razonamos, justificamos, medimos, analizamos, calculamos. Nos atenemos al espacio limitado al que somos confinados. Nada existe más allá del horizonte que alcanza nuestra vista. Todo es hasta aquí, porque no hay nada más allá. Entonces hasta los sueños comienzan a ser inverosímiles. Y dejamos de creer, de esperar, de sorprendernos. Y sólo lo que es posible y mesurable se concibe como real. Se supone que vamos encontrando el equilibro, porque los extremos no son buenos.

Adiós a las hadas y los duendes. A los monstruos detrás de las puertas. A los cuentos de princesas hechos realidad. A los elefantes dentro de las boas. A los juegos, a los besos porque sí, los amigos imaginarios, los novios de mentira.

Llegaron los números, los contactos, los compromisos, los protocolos, las reglas, los horarios, las responsabilidades, los cuidados.

Se esfuma con el tiempo el encanto de la improvisación, de la sinceridad, de la expresividad. Se pierde la espontaneidad de un abrazo sin premeditar, las lágrimas sin contención, el te quiero infinito, el pacto indestructible.

Se deshace el hechizo. Peter Pan se va por la ventana. Nos quedamos como Wendy. Y sin darnos ni siquiera cuenta, lo traicionamos, y nos volvemos adultos.

jueves, 23 de agosto de 2007

Los hombres las prefieren Geishas

Si estudiaste para tener una carrera profesional, tenés un trabajo que te permite mantenerte sola, tenés tu casa, tu auto, tu ropa, tus viajes. Si terminás de trabajar y vas al gimnasio, hacés kick boxing, squash, pilates, corrés 5 km por día. Vas a canto, a un curso de aromaterapia, a teatro. Si cuando te queda un día libre te repartís entre tus amigos y tu familia. Y aparte, sabés cocinar, podés elegir un buen vino, hablar de fútbol y economía…. Pero estás sola… querida… ¡ahí está la respuesta!

Los hombres fingen buscar una mujer independiente, cuando en realidad lo que buscan es alguien que necesite de ellos para subsistir, tomar decisiones, que les resalte el ego y no los opaque, ni los haga sentir ni por un segundo inferior. Que los deje ser la cabeza de la relación, para poder recostarse plácidamente en la quietud del reino de Neanderthal.
Lo que básicamente buscan es: una geisha.
Alguien que defienda una cultura arcaica embanderando la feminidad bajo un transparente manto de machismo.

La autosuficiencia femenina es un tema tabú, que en el fondo genera más desprecio que admiración. “Es una machona”, “quien se cree que es”, “malco”, “feminista”, y cantidad de frases por el estilo que van desde la tímida defensa de las murallas masculinas hasta la más feroz estrategia de ataque.

Claro, que una tiene que aprender las reglas para comportarse si tiene una cita: él debe pagar no importa cuan exorbitante sea la cuenta (ojo, en las eternas contradicciones que tienen igual quieren que saques la billetera y aunque sea amagues); no debés tomar la iniciativa; no debés conocer ningún telo; debés dejar que te pase a buscar él con su auto, o inclusive en el taxi aunque tengas que guardar el tuyo en la cochera (a menos que tengas un super auto, él sea un interesado con ganas de alardear y entonces va a estar encantado, pero no te va a durar más que dos salidas); dejar que te maneje en la cama aunque no tenga la menor idea de cómo ponerte; tomar daikiri, vino, Baileys, no whisky o vodka puro; leer la Cosmopólitan y siempre dejarlo ser la estrella.

Y si empezás a entablar una relación más duradera, también tené en cuenta: no tenés pasado, ganás menos que ellos, tenés siempre tiempo para él, aprendés a cocinar (preferentemente como su madre) y soñás con ser ama de casa pero en un futuro muy lejano, porque si no, también se asustan.

Hay que delimitar el impreciso contorno entre el machismo y la caballerosidad, tras la cual se defienden en cualquier batalla, porque una nos ahoga y la otra nos realza. Pero claro, eso nos lleva a otra nota.

Lo que las geishas no se dan cuenta, es que terminan convirtiéndose en la sombra de alguien, y cuando se va, dejan de existir. Se quedan sin nada: trabajo, dinero, amigos, intereses, ¡vida!

Son muy pocos aquellos que se atreven a atravesar el laberinto de los prejuicios de la mano de una mujer autosuficiente al lado y encontrar la salida. Un amigo siempre me dice. “dejá de leer Ana Karenina en la playa, llevate la Para ti, y escondé el libro atrás de la revista, hacete la boluda, decí que sos recepcionista, poné cara de nada, y así vas a conseguir un novio”.

Los hombres quieren que los necesites, porque les cuesta entender que la mejor pareja es la que se elige. La que comparte y no compite. Porque en palabras de ese mismo amigo que está casado con una mujer brillante: “lo que no se dan cuenta los hombres, es que con una mujer inteligente, todo es más fácil”.
Porque hay más entendimiento, menos celos, menos posesión, más libertad. Porque cada uno tiene su vida independiente y se juntan para compartir lo que quieren y no lo que deben.

Así que amigas, en ustedes está la decisión.
Para conseguir uno de estos hombres que tanto abundan, parece que la solución es hacerse la boluda. Engañarlos hasta que caigan. Y cuando estén muertos de amor, poner ovarios y sacar la mujer que hay en vos.

Y si no… tener todo el tiempo esos mismos ovarios para ser la mujer profesional, exitosa, independiente que llegaste a ser, hasta que llegue aquel hombre de los que no abundan y por eso son tan difíciles de encontrar, que te descubra, te admire, y te quiera sin engaños por lo que de verdad sos.

Claro que, si por naturaleza sos una geisha, todo es más fácil.

viernes, 17 de agosto de 2007

Mi gran amor

Al enano.

Hay historias que no pueden transmitirse a menos que hayan sido compartidas. Las palabras no expresan lo suficiente, pierden el calor, la pasión, la emoción desmedida. Por eso aunque ponga mi mayor esfuerzo, no se si podrán comprender cuan realmente grande fue esta, mi gran historia de amor. Si tienen ganas de leer, tomensé su tiempo. Porque hoy voy a hacer el intento. Porque hoy me animé a recordarla.

Siempre hay un recuerdo fundacional. No puedo ver el día que te conocí, pero sí el día de tu cumpleaños 29, quince días después de haberte conocido, en el que yo te cargaba y vos pensabas: ¿y esta pendeja quien se cree? Claro, no te gusta cumplir años. Entonces yo no lo sabía. Después blanco, imágenes difusas. Hasta un 23 de julio en que teníamos una fiesta del equipo de trabajo. Y nos sentamos juntos, hablamos mucho, y al terminar me dijiste: gorda ¿te llevo? Sí claro. Entonces otro compañero que vivía cerca te dijo: me llevás también. Vos te preguntaste: ¿por qué me molestó que el viniera? Yo sin motivo aparente me sentí molesta. Ahí empezó.

La vida nos puso en el mismo lugar de trabajo para compartir interminables horas diarias, vos como ejecutivo yo como secretaria. Yo era una nena de 21 años que salía de su primer relación en serio; vos un hombre de 29 con un matrimonio equivocado a cuestas.
El amor es algo inevitable. No se detiene e pensar obstáculos, ni circunstancias, ni razones, ni impedimentos, ni contratos. Como diría Cortazar, “Como si se pudiera elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en el medio del patio”.

Empezamos a hablar más. Te mostré mis poesías. Me contaste tu vida. Viajábamos juntos en tren, aunque vos tuvieras otro que te dejaba más cerca, sólo para conocernos. Nos mirábamos mucho. Ojos negros, pestañas infinitas. Ojos de pillo diría mi amiga. Y tenía razón. Mujeriego, descarado, seductor, desprejuiciado. En una conversación corriente vino una primer declaración desubicada ante mi pregunta: ¿por qué lo hiciste? Y asomándote sobre el escritorio me contestaste: Porque te quiero.
Las palabras salieron sin pensar, yo me quedé sin pensar.
Jugando el destino nos llevó a un mismo bar, una noche que tu mujer estaba de viaje, y yo estaba en un festejo con amigos. Misma noche, mismo lugar. No nos vimos. No lo supimos hasta el lunes.
Entonces las cartas estaban echadas. Vos pensabas en mi tirado en tu casa escuchando Aspen, yo hablaba de vos con mis amigas. “los ojos te brillan” me decían.

Un casi beso en un viaje en auto. Hasta que el 23 de agosto con el auto aún en marcha y sin frenar te diste vuelta y me diste un beso. El mundo se desvaneció, las barreras se derrumbaron, las excusas desaparecieron. Sólo nos fundimos ahí en un momento eterno. En el mejor primer beso que me hayan dado. Suspiramos. “¿Qué sentiste?”. “No se”, dije confundida. “¿Y vos?” “Quilombo”.

Nos volvimos locos. Nada importaba. Eramos tan evidentes, tan obvios. Cafés de horas. Charlas por teléfono en la oficina. Mensajes en la pc. Mails. Cartas. Siempre y en todo momento cartas. Viajes. Caminatas. Roces. Miradas.
En el departamento de un amigo que sería siempre nuestro refugio nos encontramos. Y fue amor. No fue solo sexo. Fue todo. Fue increíble, éramos dos almas y cuerpos fundidos. Era mágico. Era único.

Nos encontrábamos casi todos los viernes a la mañana, cuando se supone que yo tenía facultad y vos trabajo. Y nos fuimos enamorando. Locamente y sin control.

Como todo pasaba los 23, a fin de ese año intentamos separarnos para que recuperaras tu matrimonio. Sólo hizo falta que volviese a ser 23 para que volviéramos a estar juntos.
Hoy se agolpan los recuerdos como un torrente incontenible. Recuerdo tus besos, abrazos interminables, tus ojos profundos, tus lágrimas y las mías, miles y miles, los sueños juntos, las charlas eternas, los viajes en secreto, poemas y canciones dedicadas. Recuerdo el día que me dijiste te amo por primera vez ese 14 de febrero mientras me abrazabas en la cama y yo corrí a prender la luz para decirte: “mirame y decímelo de nuevo”.

Sólo algunas anécdotas que nos quedaron talladas en los huesos:
Un evatest que dio negativo, y vos llorabas porque querías que fuera positivo.
Un viaje que te volviste antes sin decirle a tu mujer para ayudarme a estudiar para un final.
Besos en el ascensor del trabajo, en la oficina, en el baño. Donde hubiera un segundo, donde hubiera un lugar.
Vos viniendo a buscarme a mi casa con cualquier excusa.
Una torta entera por el día de la dulzura.
Un día de spa en lugar de un día de trabajo.
Todas las mañanas que hacíamos el amor con lluvia. Siempre llovía.
Una escapada mía a Montevideo de sólo una noche mientras vos estabas allá por trabajo. Yo te dije: tengo un pasaje, querés que vaya. Y vos sin creerlo todavía: Bueno, vení.

Hasta que empezaron las peleas. Porque no te separás. Porque no puedo. Entonces no quiero verte más. Es el fin. Me cansé. Todo se iba desmoronando. Eramos distintos en los modos, en las maneras y en los tiempos. Vos tan Vargas Llosa y yo tan García Marquez.
Claro, y después de perderme, un 23 obviamente de septiembre, te fuiste de tu casa. “te amo, te extraño mucho y no puedo dejar de pensar en vos. Esperame.”

Volvimos. Fuimos. Vinimos. Lloramos. Nos separamos. Volvimos. Lloramos. Los dos nos hemos rebajado, degradado, suplicado tanto. Eso no importa en el amor. Pero el tiempo nos estaba jugando en contra. Se acentuaron tus celos descontrolados, tus gritos, tu ímpetu, las peleas. Se agotó mi paciencia. Me llamaste. Te corté. Me llamaste. Te corté. Me mandaste rosas. TA decía la tarjeta. Así firmabas siempre. Era tu manera de decir te amo. Era tu manera de decirme que eras vos. Otra charla, dos horas de negación, comenzó el llanto, y no quiero sufrir más. Y yo no puedo vivir sin vos. Y como siempre, como cada vez, terminamos abrazados. Llorando. Besándonos. Volviendo.

Más idas. Más vueltas. Hasta que en mayo se terminó. Me agoté: de esperar a estar juntos y bien, de esperar ahora no la separación si no el divorcio, de vivir oculta. Y dije: no te quiero ver más. Y vos: te prometo que me voy a olvidar de vos.

Sí. Hay experiencias irrepetibles e intransferibles. Aunque ya lo sepas, otra vez: me reí como con nadie en la vida. No se necesitaban motivos. Creo que era la alegría de estar juntos. Tuve el mejor sexo que tuve hasta ahora. El mayor romanticismo. La mayor entrega. Tanta locura, tanta pasión, tanta química, tanta piel, tanto desenfado, tanto desenfreno. Fue la hipérbole del amor.
Y sí, también tuve una espera eterna que nos fue desgastando. Sentir que siempre había algo más importante que yo aunque dijeras que me amabas más.
Hubiese querido tener la oportunidad de que me quisieras libremente y sin reparos. De amarnos en una situación normal para que la comparación fuera más justa. De este modo el recuerdo a la distancia de nuestra relación esta distorsionado por la situación.

Pasaron los días. Los meses. Vos estabas de novio. Yo también. Un año después de tanto odio y rencor y resentimientos acumulados, le pregunté a tu mejor amigo por vos. Y él, ni lento ni perezoso, junto con mi mejor amiga que me había acompañado en toda la historia, nos organizaron un encuentro.

¿Qué puedo decir? Nos miramos. Los recuerdos me abrumaron. Era como si no hubiese pasado el tiempo. Nos abrazamos horas. Nos reímos. Volvimos a encontraros. Otro día, un beso, una caricia. Y así. Siempre así.

8 años.
Sí, 8 años volviendo a esos mismos brazos. En busca de todo: amor, consuelo, sexo, amistad, compañía, pasión, risas, caricias, abrazos. Tuvo muchas novias en esos años. Nunca dejó de estar conmigo. Sí, yo era una pelotuda. Yo siempre lo estaba esperando, por momentos conciente y por momentos inconscientemente. Siempre pensando que un día se iba a dar cuenta que seguía enamorado de mi. Sí, también todos sus amigos decían eso. Menos él. Aún así, era él el que siempre volvía. Pero yo siempre lo aceptaba.
En el único momento que yo estuve de novia en esos años fue cuando él se fue a vivir a Tailandia durante un año. Yo corté antes que él volviera. Y a pesar de mis negaciones, de asegurar que éramos sólo amigos, que yo no iba a volver a caer, que todo había pasado. No había pasado.

Hubo miles de discusiones. De agresiones, de dolor. Heridas que se iban abriendo pero nunca cerraban. Sí, acá conté lo mejor. Pero también hubo de lo peor. Como en todas las pasiones. Los desengaños, las mentiras, la desilusión, el dolor. El desgarro.
Porque nunca había amado así a nadie. Porque nunca volví a amar así a nadie más.
Fue todo el amor y todo el odio. Toda la alegría y todo el sufrimiento. Juntos.
El ya no es él. Yo ya no soy yo. Los dos cambiamos. Fue un temblor que nos desmoronó la vida, y nos hizo reconstruirla de manera distinta.

Claramente el es mi Mr. Big.

Pensé siempre que de algún modo, un amor tan heroico que franqueó todas las barreras para estar juntos, iba a lograr que termináramos felices.
Pero no. Hace un año y medio. Cuando por vez número 20 me dijo un día como si nada: “estoy conociendo a alguien”, después de estar todo el tiempo conmigo, lloré. Lloré. Sin parar. Sin consuelo. Sin pausa.
Le escribí un mail, porque no quería devoluciones, no quería que quisiera convencerme otra vez. En resumen decía: “estuve esperándote 8 años. Y sigo aquí sola. Y no quiero seguir estando sola. No te culpo por haberte esperado. Fue mi elección aunque vos colaboraste para mantener mi ilusión a tu manera. Pero no quiero volver a verte, ni hablarte. Necesito que esta vez respetes mi decisión.”

La respetó. No hubo respuesta.
En mayo el cumplió 40. Todo un número. Más para alguien que no le gusta cumplir años. Le mandé un mail simplemente para saludarlo. “Hola enano:…..” Así lo llamé siempre. El me decía, gorda, pendeja, cuco.

Me quiso ver. Nos encontramos en mi casa nueva. Sin saber que iba a sentir. El me abrazó. Quiso hacer los mismos chistes de siempre. Pero ya no me causaron gracia. Ya no había piel. Ya no había amor. Solo vestigios del pasado. O una coraza impenetrable. El aire estaba hasta un poco tenso. Se fue. Y entendió que no tenía que volver a llamarme. Que este no era un nuevo comienzo. Que no había nada a que volver. Y fue el fin.

Leo esto y me ahogo, y aún así no se si pueden sentir lo que fue. Sólo lo sabe mi corazón, mi alma, mi piel, mi memoria. Porque hay algo que nos une de más allá, de otros tiempos, de otra vida. El me amó dos años. Yo lo amé ocho.
El balance me da negativo.
Tal vez desde afuera no parezca una historia de dos. Tal vez no, pero es la mía.
Y a pesar de que hoy ya no siento nada por él, prefiero por las dudas no acercarme, porque nunca voy a borrar el recuerdo de lo que fue. Porque como le dije a él tantas veces, un amor así, “this kind of lightening only happens once”

lunes, 6 de agosto de 2007

Por qué siempre volvemos a los mismos brazos

Hay un lugar, un hueco en el pecho que nos es conocido. Donde nuestro cuerpo encaja perfecto, se amolda, encastra. Donde los latidos son una melodía que se evoca en el recuerdo. Aquellos brazos que saben abrazar, que nos cobijan y resguardan. Que dan calor como una manta vieja. Que nos esconden de nuestras propias penas y sollozos. Que ocultan nuestras debilidades. Que no preguntan, sólo intuyen. Que no juzgan, ni evalúan, ni averiguan. No traicionan.

Son los brazos de un viejo amor, un ex, un amigo incondicional. Los que siempre nos esperan en el momento de necesidad. A los que regresamos una y otra vez, incansablemente, a buscar amparo, cariño, contención, comprensión, silencios, sexo. Ellos saben como actuar en cada momento. No hay nada que explicar, ni que decir, ni que pedir. No hay nada que aprender, ni descubrir. Allí está todo dicho, todo hecho. Un recorrido que se hace a ciegas. El sendero fácil por el cual transitar. Sólo hace falta un gesto, una mirada, un roce, una sonrisa de más. Es tan simple saber donde comenzar, seguir y terminar, sólo dejarse llevar, entregarse y disfrutar.

Para sanar las fisuras del alma, calmar la angustia, tapar las penas, volvemos siempre a los mismos brazos.

Pero en ese tibio espacio donde nos sentimos tan seguras no hay amor. Hay resabios de cariño, de historias compartidas, de confianza desgastada, de esperanzas verdeagua, de sueños ya dormidos. No hay futuro. Sólo el resurgir de un pasado que se hace presente repentino, escueto, fugaz. Sirve para paliar la soledad. Para hacer menos duro el camino. Para saciar la sed. Para sentirnos irrealmente queridas y deseadas. Hasta que un día nos damos cuenta que en esos brazos sólo hay vacío. Que no nos completan más de lo que nos quitan. Eclipsan el amor que está por llegar. Ocupan el asiento que todavía esta frío a la espera de quien pronto vendrá.

Yo volví durante 8 años a los mismos. Sí, es una historia que ya les contaré cuando me anime a recordarla. Porque ni la risa, ni la confianza, ni la comodidad, ni la desnudez, ni la exposición, ni el antes, ni el durante o después fueron iguales en otro lado. Siempre estaré agradecida porque estuvieron ahí, pero a la distancia no dejaron más que sombras y un sabor agridulce. Y hoy tal vez podría habría otros, que cubran ese breve espacio en que el amor no está. Pero…

Hoy no quiero un consuelo, un paliativo al dolor, una limosna de cariño, una burbuja en el tiempo, un retazo de ilusión, buen sexo sin amor.

Hoy quiero a aquel desconocido que trae nuevos aires y promesas, un renovado aroma al despertar, una piel inexplorada, una boca a estrenar, un cuerpo que descubrir, un hueco extraño en el que aprender a acomodarse.

viernes, 3 de agosto de 2007

Entre el bien y el mal

A veces siento que la balanza entre el bien y el mal está totalmente desequilibrada. Que le va mejor a aquellos que no tienen principios, moral, costumbres, respeto, valores que a los pobres tontos que sí. Se ve que la gente se está dando cuenta, porque cada vez hay más y los buenos somos una especie en peligro de extinción.Y no sólo hablo al nivel más filosófico de la vida. Sino de la manera más ingenua y simple de vivirla y disfrutarla. No hablo sólo de delincuentes, corruptos, ex novios descorazonados, materialistas ambiciosos insensibles, turras traidoras, falsas amigas. También hablo de aquellos que se lanzan a la vida sin prejuicios ni controles, sin reglas ni medidas. Los que viven en el exceso. Los que quieren llevarse todo en un instante porque prefieren una vida corta y repleta de sensaciones que una larga vida opaca cargada de frustraciones. Aquellos que nos hacen sentir hasta un poco pacatos, recatados o aburridos.
Tal vez esta actitud de cuidar, de mantenerse en el lado seguro de la orilla, de no embarcarse sin rumbo, de no lanzarnos sin red hace que obtengamos lo poco que esperamos, y nos perdamos lo que no podemos imaginarnos. Sí, viviremos cómodos y confortables, alcanzando o quizás rasgando una efímera felicidad. Pero donde queda el desenfreno y la euforia. La ceguera del brillo fugaz. Los quince minutos de fama.
El estilo moderado nos deja fuera del frenético tren de la juventud eterna. Y si queremos subirnos, nos asusta la velocidad.
Por algo se hizo famosa la frase que dice “Good girls go to heaven, bad girls go everywhere”.
El que no tiene miedo de lo que puede perder suele tener mucho más por ganar. El impulso y el desparpajo lo liberan de la moral y las buenas costumbres, del protocolo riguroso, de las normas y regulaciones, de las ataduras y la seguridad.
Miren a su alrededor. ¿No sienten que al peor de todos le va siempre un poco mejor? Al político que nos roba, al novio que no le importamos y nos dejó sin explicaciones, a la amiga desconsiderada frívola y superficial, a la que caga al marido millonario con el profesor de tenis, al cantante exitoso que vive desorbitado por las drogas y el alcohol, al jefe que siempre sabe menos que uno y gana más.
El problema es que creo que está en nuestra naturaleza. No hay una pastilla que nos haga dejar de ser el pobre pelotudo.
Milan Kundera tenía razón. La levedad del ser es insoportable. Hay que elegir el peso. Arriesgarnos. Exponernos. No pensar tanto y dejar actuar a la intuición. Dejar de vivir en la superficie, y zambullirnos hasta el fondo. Aunque estemos a punto de ahogarnos. Después de todo, siempre habrá algún buen samaritano que venga a rescatarnos.