martes, 27 de noviembre de 2007

Casi

Hay alguien que casi es. Pero no es.
Todos tenemos un amigo del cual siempre nos preguntamos: ¿y? ¿por qué no?
Es más, nuestros amigos cuando nos ven juntos nos preguntan: ¿y? ¿por qué no?


Es caballero, dulce, simpático, divertido. Para uno tal vez es lindo, o “no es tan feo”. Hasta podés haber tenido una que otra recaída, o un par de caricias de más. Tienen química. Besa bien. O no. Jamás pasó nada, pero se cruzaron más que una mirada. Les gustan las mismas cosas: la misma música, las mismas obras de teatro, algunas películas, la misma comida, las mismas ciudades. Y tienen la suficiente cantidad de diferencias para que la vida no se torne monótona y aburrida.
O sea, cumple con tus requisitos, o con lo que uno cree que alguien tiene que tener para poder tener una relación. Si lo mirás objetivamente, casi no tenés que objetarle.
Pero claro, siempre hay un casi.
Y ese casi es igual a la breve distancia que separa la amistad del amor.
El casi es el condimento secreto de una buena comida. El casi es un rompecabezas sin una pieza. La chispa que encendería el fuego. El pensamiento sin la acción. Es casi un pero.
Entonces él está en una orilla, y una está en la otra. No hay un río. Ni siquiera un arrollo. Apenas una vertiente que se cruza con un paso.
Que ese cauce nos separe, ¿quiere decir que nunca vamos a cruzar? ¿O hay alguna posibilidad de que esta situación cambie? ¿Y qué hace falta: una balsa, una rama, una soga o un breve salto?
Si lo miramos por un rato, el amor casi está ahí. Casi.
Es como si casi lo encontráramos. Casi.
Pero, parece que cuando no se sabe lo que falta no se puede completar. Y si ninguno avanza el agua corre.
Entonces un poco de estoy que no hay, un poco de aquello que sobra, hace el casi que falta.

¿O puede ser simplemente ésta la mejor explicación de que hay una química que hace al amor realmente inexplicable?
Yo diría que casi.

martes, 20 de noviembre de 2007

Museo de las relaciones rotas

¿Dónde va el amor cuando se termina?
Hay interrogantes eternos. Que no tienen fecha de caducidad, y que permanecen por siempre vigentes, porque al igual que la fe, no tienen respuesta.
No hay un país aún no nombrado, un escondite indescifrable, una casilla postal, un cementerio de amores fallidos, un asilo donde ir a visitarlos cuando están seniles, o una terapia para estados terminales. Simplemente se esfuman. Se desvanecen. Dejan sombras y recuerdos. Cicatrices, como prueba de su existencia. Sólo podemos encontrarlos recurriendo a algunos objetos, a algunos regalos, a ciertas cosas que nos permiten que por un fugaz momento cobren vida, vuelvan, nos hagan sonreír o llorar, estremezca las fibras, y mágicamente, otra vez, desaparezcan. Alguien tratando de asirlo, de que no se escape, de hacerlo de alguna manera perdurable, de cierto modo perenne, decidió fundar el “Museo de las relaciones rotas”, donde se expone la evidencia física del amor. Aquellos deslucidos tesoros, trofeos de pequeñas victorias, ruinas de tristes derrotas. Vestigios de un amor que fue, que ya no es, que no será. Hologramas de la memoria.
Un celular que ya no suena, un oso de peluche de un aniversario, una esposas, miles de cartas, ropa, llaves, tarjetas, cds, una gomita de pelo.
Un lugar donde encontrar lo que todos alguna vez hemos perdido.
Así que tal vez nunca sepamos donde va el amor. Si se transforma, si se evapora, si simplemente cambia de dirección, o se adormece, o sólo muere y ya no está. Pero sí sabemos que podemos encontrar sus restos, propios y ajenos, para atestiguar que siempre andará por aquí o allá, que nace en unos y muere en otros, que se rompe y se diluye, y resurge, renace, se disuelve, se reencarna, se destruye, se engendra, y que se va, pero vuelve.