domingo, 26 de abril de 2009

T.E.G.

Yo no quiero jugar a este juego.

Tanto pensar, tanto elaborar, tanto elucubrar. Mover aquí, poner fichas allá, atacar el flanco débil, esperar el momento justo. Porque resulta que para mi el amor es más simple.

Si estuviésemos jugando al T.E.G. las cartas serían las siguientes:

Objetivo: Conocer al amor de tu vida (es como el equivalente a: Conquistar Asia, América del Sur y Oceanía, y dos países de América del Norte, o 121 países. Una taréa titánica, casi imposible, que necesita el despliegue de todas las armas, batallones, estrategias y tácticas posibles).

Cómo jugar:
1) Si el contrario (que en este caso sería el hombre) avanza primero, debe dejarlo ganar la primera batalla. Retirarse un poco. Sólo un poco, para que siga en el rango visual, pero no en posición de ataque. De hecho, nunca esté evidentemente en posición de ataque, ni muy a la defensiva.
2) Cuando el contrario pida su teléfono, no se lo de de inmediato. Haga que lo pide una vez más. Para que el que siempre mueva las fichas sea él.
3) Si la invita a salir, fija un compromiso. Déjelo para la segunda oportunidad. Mientras tanto, mueva algunas fichas a otro país, para estar preparada cuando el avance venga por el otro flanco.
4) Nunca muestre ansiedad ni desesperación. Son signos de debilidad. No le permiten pensar claro. Hacen que avance sin poner foco en el objetivo final. Entorpecen la táctica y arruinan la estrategia. Y por sobretodo, en la guerra fortalece al enemigo, lo deja tener el control y el dominio de la situación. Pero aún peor, en las batallas del amor, lo envía directo a las trincheras, donde puede protegerse y es difícil atacar.
5) No se juegue el todo por el todo. Tenga unas fichas aquí, otras allá, otras más allá, y vaya manejando las expectativas. Sólo pongas todas las fichas en China para atacar Kamchatka cuando esté absolutamente segura que ese es el país que quiere conquistar.
6) Siempre muéstrese un poco débil, otro poco desvalida, otro poco que no entiende el juego, casi como que ni sabe tirar los dados. Si avanza muy rápido, conquista muchos países, y muestra que es inteligente y capaz, es obvio que el contrario va a abandonar el juego, para buscar un contrincante más fácil (en todo sentido).
7) Si quiere que el juego dure, por lo menos el tiempo suficiente para ver s puede alcanzar el objetivo: vaya despacio, país por país, mano por mano, tiro por tiro. Piense. Siempre piense antes. No actúe impulsivamente. Aunque muchas veces pueda ganar, deje ganar al otro. No se adelante. Siempre hay un momento exacto y correcto para atacar. No pierda ese momento. No es antes, no es después. Errar en cualquiera de estos puntos, hace que el juego termine demasiado pronto, y hay que sacar una nueva tarjeta y volver a empezar.
8) Recuerde, por algo el juego se llama: Táctica y Estrategia de Guerra.

Bullshit. Todas estas reglas pueden estar en el manual que quieran. Y funcionan. Se los aseguro. Es como cuando comenzaron a aplicar “El Arte de la Guerra” en Marketing. Los principios son correctos, sólo hay que aplicarlos en un nuevo terreno.

El punto es, que en mi idealismo, en el sentimentalismo absurdo y cursi, el amor no debería manejarse como en una guerra. No debería manejarse. Sencillamente debería ser espontáneo. Simple. Que ambas partes vengan avanzando por el territorio y se encuentren en el medio de camino, en un punto justo. Sin batallas, sin tiros. Desarmados. Abiertos y dispuestos. Con una simple carta de acuerdo mutuo en el que se estableciera: vamos a respetarnos, a conocernos, a querernos, a admirarnos, a ilusionarnos, a esforzarnos, día a día, minuto a minuto, segundo a segundo, para llegar a amarnos, y seguir entonces respetándonos, conociéndonos, queriéndonos, admirándonos, ilusionándonos, entregándonos, esforzándonos, día a día, minuto a minuto, segundo a segundo.

No quiero jugar a este juego. Porque recuerden, el juego se llama Táctica y Estrategia de Guerra. Que es exactamente lo contrario al amor.

lunes, 6 de abril de 2009

Todos los caminos conducen a Roma... y de vuelta a Buenos Aires

Hay un momento de tu vida en el cual el más mínimo detalle te colapsa. Es un derrumbe previsible pero imprevisto. Una eclosión de sentimientos acumulados. Como la ruptura de un dique: sólo hacía falta un punto más de presión. Uno sonríe. Aquí y allá. Enjuga las lágrimas y sigue. Da otro paso, se levanta cada día, con un poquito más de esfuerzo tal vez, pero sigue. Y de pronto, una amiga te dice: me puse de novia. O te cruzás con una pareja que hace mucho no ves y ella está embarazada. O se te rompen las bujías del auto. O volviste de vacaciones del paraíso a tu vida habitual. Sí, cada una de estas cosas no tiene que ver con la otra. No hay una relación visible, ni siquiera aparente. Pero los hilos están. Y es que todo desemboca en el mismo resultado. Cada una de estos pequeños golpes, es una estocada certera, en la débil construcción de la realidad aparente. Cada una de estas situaciones sólo te hacen dar cuenta que el tiempo pasó, que cada uno siguió con su vida, y que a pesar del tiempo, los meses, lo que hayas hecho o dejado de hacer, la realidad ineludible es vos también te moviste, que te moviste pero no hacia adelante, y que seguís estando sola. Que vos no estás saliendo con nadie, que no encontraste a alguien con quien tener un hijo, que tenés que llevar el auto al mecánico y tratar de entender que es una bujía o que hace la computadora, y que en las fotos de las vacaciones, sin desmerecer, sigue estando tu querida amiga que volvió a su casa con su marido y su hijo, y no el hombre de tu vida.

Finalmente fui a Roma. Después de años de postergaciones. No en busca del amor. Pero sí con la esperanza que guardaba hace ese mismo tiempo de encontrar uno. O tal vez era la mejor excusa de tenerlo lejos y no buscar a nadie cerca. Lo cierto es que allí estuve. Y volví sin nadie. Con un sueño cumplido pero más desesperanzada que antes. Con una desazón inconsolable. Con el dique repleto de fisuras, y el agua que crecía. Un fantasma que da vueltas. La soledad que acecha. El peso de las pequeñas decisiones diarias. Y sin excusas. Con la responsabilidad de saber que ya no puedo decir: mi amor está en otro lado.

Me enamoré de Roma. Pero no en Roma. Tenía una ilusión de encontrar a alguien y sólo había ruinas. Y eso fue lo que traje. Cargaditas en el baúl del alma.